Sabina me dijo una vez, en una de nuestras tantas conversaciones ficticias, “La alegría se vive, la tristeza se escribe”. Y yo siendo tan idolatra del flaco, acogí sus palabras, ya que dejaron en mi razón su quemadura. Las suscribí como el cuarto principio de mi decálogo personal, y siendo consecuente con mis principios, lo he cumplido, hasta hoy, con cierta facilidad.
Sin embargo, sucede que esta noche, mi alegría tiene algo de tristeza. Hay una ausencia que me tiene desamparado, que me tiene en vela. Hay una voz que ansío escuchar; pero, en esta noche, sólo escucho ecos sórdidos. Extraño la mirada que me desarma, que me contagia con su misterio, con su silencio de cien palabras, de mil palabras, de diez mil palabras, todas igual de hermosas, y extraño aún más que estas floten y vuelen (como tenues mariposas) en ese breve espacio que se crea cuando mis ojos van al encuentro de esos ojos, inmensos y bellos, de esa mirada que me desarma, a veces sin siquiera mirarme, esta noche los extraño, te extraño.
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